Yugoslavia.
Dentro de un año y un mes estallará la guerra. Tres mil Delije (ultras
del Estrella Roja, equipo de fútbol serbio con más aficionados) esperan
el tren que les llevará a Zagreb apelotonados en el andén de la Central
de Belgrado. Sus voces, graves, rudas, hacen rugir la estación: ‘¡Zagreb
es Serbia! ¡Zagreb es Serbia!’. La policía yugoslava, ese día
extraordinaria en número, les vigila; los agentes son también, en su
mayoría, serbios. Es el 13 de mayo de 1990. Siete días antes han tenido
lugar las primeras elecciones regionales de Yugoslavia desde su
reunificación bajo el régimen comunista en 1945. En Croacia, todavía
república yugoslava y lugar al que se dirigen los ultras, el pueblo no
ha titubeado: gana con claridad la Unión Democrática Croata, presidida
por el nacionalista Franjo Tudjman. El nacionalismo
emancipador se impone al comunismo unificador. ‘¡Mataremos a Tudjman!’’
atruena la estación de Belgrado. El tren parte a primera hora de la
mañana y depositará a los tres mil Delije (héroes) en el estadio de
Maksimir donde por la tarde se disputa el partido de fútbol de máxima
rivalidad Dinamo de Zagreb-Estrella Roja y donde les esperan los Bad
Blue Boys, ultras nacionalistas croatas. Atrás queda el andén en
silencio, una calma aliviadora tras la tensión, mientras la capital
croata aguarda el encontronazo. Ese día tendrá lugar un violento
enfrentamiento considerado por muchos el inicio de la guerra de
Yugoslavia. El choque que hará desmoronarse un país.
El
día del partido la República Federativa Socialista de Yugoslavia es un
estado con siete fronteras, seis repúblicas, cinco nacionalidades,
cuatro idiomas, tres religiones, dos alfabetos y un líder. Así
sobrevivió desde 1945, año en el que el Reino de serbios, croatas y
eslovenos —los pueblos eslavos del sur— se reunifica bajo la batuta del
Mariscal comunista Josip Broz Tito. Yugoslavia pasa a
ser una organización socialista amiga de la URSS y no enemiga de EEUU.
Una especia de tercera vía en la que la mano dura de Tito mantiene el
comunismo como pegamento entre los pueblos y culturas que habitan el
país.
La
SFR Yugoslavia estaba formada por Eslovenia, Croacia, Bosnia y
Herzegovina, Macedonia, Montenegro, Serbia y dos provincias autónomas
dentro de Serbia: Kosovo y Metohija y Vojvodina. La unificación hizo que
los habitantes de estas repúblicas se mezclaran, logrando que cada una
de ellas tuviera representación de todos los pueblos. Así, se viajara a
donde se viajara, uno se encontraba con eslovenos, croatas, serbios,
bosnios musulmanes, macedonios y montenegrinos. Esta mezcla era mucho
más evidente en Bosnia, único estado sin base étnica (valga el término
pese a la inexistencia de las etnias desde un punto de vista
antropológico). Bosnia contenía un 44% de musulmanes, un 33% de serbios,
un 18% de croatas y el resto, distintas minorías.
El asunto no duró mucho.
La
muerte de Tito en 1980 inicia un potencial proceso de desmembramiento
que durará toda la década. En realidad, y pese a la duración de su
mandato, Tito nunca llegó a resolver cuestiones nacionales básicas. Las
identidades de cada uno de los pueblos balcánicos, aunque adormecidas,
siempre permanecieron latentes y fue tras la muerte del Mariscal cuando
esta hibernación comenzó a desperezar. Varios factores hicieron de
despertador, casi todos ellos derivados de una traumática transición al
capitalismo. EEUU abrió su mercado a Yugoslavia antes que a ningún otro
país del Este liberado de la URSS. Este comercio fomentó el crecimiento
de la zona norte (Croacia y Eslovenia) que vieron lastradas sus
economías por la improductividad del sur (Montenegro, Macedonia). Debido
a esta circunstancia algunos historiadores consideran la maniobra
estadounidense una estrategia bautizada como ‘revolución callada’.
También las clases altas serbias estaban molestas por el injusto reparto
de la riqueza con musulmanes y albaneses (estos últimos habitantes, en
su mayoría, de Kosovo), de menor poder adquisitivo. Con el paso de los
años la crisis se acentuó y las distintas repúblicas dejaron de cumplir
sus compromisos con el Fondo Común de Yugoslavia. Croacia producía el
22% de la Industria del país, por el 6,1% de Macedonia o el 1,8% de
Motenegro, mientras que Eslovenia exportaba el 28,8% de la producción
yugoslava por el 1,3% de Kosovo o el 1,6% de Montenegro.
Al
escenario económico se unió el político. Croatas y eslovenos entendían
la democracia de una forma federalista y consideraban “artificial” la
Yugoslavia unida. Por su parte, los serbios tenían una visión mucho más
centralista y autoritaria. Entendían que los demás pueblos eslavos del
sur están en deuda con ellos y su aspiración, aunque federal, pasaba por
que todo gravitase alrededor de Belgrado.
Este
paisaje fue provocando un desgaste social que fomentó las expresiones
nacionalistas y la propaganda religiosa, étnica y nacional: “Nos obligan
a los croatas, católicos y europeos, a vivir bajo la dominación de
pueblos ortodoxos y bizantinos”, aseguraban los líderes en Zagreb. A
finales de los 80 la fragmentación política de Yugoslavia era un hecho;
no en el gabinete de Belgrado, que negaba cualquier conflicto, pero sí
en la calle y, también, en los campos de fútbol, un microcosmos donde la
guerra llevaba diez años fraguándose con escandalosa evidencia. Sólo al
final de la década los políticos comenzaron a quitarse las caretas:
Croacia y Eslovenia pusieron sobre la mesa sus reivindicaciones
identitarias en 1989, definitivamente impulsadas por la toma del poder
yugoslavo de Slobodan Milosevic.
Milosevic,
serbio, comenzó a una serie de maniobras que terminaron de dar forma al
independentismo de Eslovenia y Croacia. Además de cambiar la letra del
himno y de utilizar el alfabeto cirílico para trámites legales (empleado
sólo en Serbia), quiso renovar algunos protocolos, como los votos del
Consejo (de forma que el voto de Kosovo perteneciese a Serbia) o
instaurar la política de una persona un voto, aprovechando la mayoría
serbia en toda la república. Enfrente, Croacia y Eslovenia. Ambas
abandonaron el Congreso Extraordinario de la Liga de Comunistas de
Yugoslavia celebrado en enero de 1990 —un último intento de salvar
Yugoslavia— y propusieron crear una federación de seis repúblicas.
Milosevic lo rechazó, pero tras semanas de negociaciones se acordó
convocar, por primera vez desde la reunificación, elecciones regionales
en cada una de las repúblicas. Durante las semanas en las que se
llevaron a cabo estas negociaciones políticas, la calle vivía su proceso
paralelo. Esos días la prensa yugoslava recogía incidentes entre
jóvenes croatas y serbios, cada vez más frecuentes. En marzo, durante
una marcha en Split, un joven recluta del Ejército Yugoslavo fue
asesinado dentro de su tanque. La HRT, canal croata,
también dio cuenta de disparos contra bases del ejército en distintos
puntos del país. Con este escenario de tensión creciente llegó el día de
las elecciones. Y ocurrió lo previsible: en Serbia y Montenegro ganan
los líderes partidarios de la unión yugoslava y en Eslovenia y Croacia
vencen los nacionalistas. La situación se hace irrespirable. Tudjman,
nuevo líder croata, comienza a planear la independencia. Entre sus
medidas hay algunas antiserbias, como la rebaja de categoría ciudadana a
la población serbia de Croacia (que era el 12,2%). A la vez, en
Belgrado, dos personas son asesinadas en una manifestación contra
Milosevic y el Ejército Civil Yugoslavo (de mayoría serbia) decide
involucrarse en políticas de Estado. Yugoslavia entra en hemorragia. En
ese momento, en este contexto, es cuando llega el tren. El tren cargado
con tres mil ultras serbios, que descienden al andén y ponen sus botas
en suelo croata.
Camino de la batalla
“Era un momento muy desaconsejable para celebrar ese partido”, expresaría —meses después en un programa de la televisión croata— Sasha Kos,
taxista de Zagreb y que aquel 13 de mayo se encontraba en el estadio.
Los tres mil delije fueron conducidos por la policía hasta el estadio de
Maksimir. Durante el trayecto hubo golpes, carreras, pedradas… Todo
menos control policial sobre los ultras serbios. Los agentes
contemplaban cómo ambas hinchadas recogían kilos de piedras para
introducirlos en el estadio. Los ultras serbios, además, portaban ácido,
que luego utilizarían para quemar las vallas de seguridad. Cuando
estaban a pocos metros del estadio la situación se recrudeció. Los Bad
Blue Boys, grupo ultra del Dinamo de Zagreb, entraron en escena
ataviados con banderas croatas. Quemaron banderas yugoslavas y llenaron
los muros de pintadas independentistas. Se produjeron las primeras
peleas. Cazadoras vaqueras, cintas en la frente y ‘bombers’ naranjas se
enfrentaron ante la puerta del fondo sur del estadio. Finalmente, la
policía decidió abandonar los cacheos individuales y meter
apresuradamente a los tres mil ultras serbios en la grada de Maksimir.
Entraron cantando “¡Zagreb es Serbia!”, arrancaron una valla de
publicidad donde se leía la palabra ‘Croatia’ y encendieron bengalas.
Enfrente, 15.000 aficionados croatas. En el césped, los jugadores
calentaban. No llegarían a disputar un solo minuto del encuentro.
La guerra llevaba años en las gradas
El
fútbol yugoslavo fue el laboratorio, el mini-escenario, que recreó todo
lo que después iría ocurriendo en el país. Antes que los políticos, los
hinchas ya habían enarbolado las banderas del nacionalismo. Antes que
los dirigentes, los aficionados ya se habían profesado odio sin tapujos.
Antes que los soldados, los ultras ya se habían declarado la guerra; ya
habían combatido. El fútbol en Yugoslavia fue por delante, avisó y no
se le escuchó. Jonathan Wilson, periodista experto en
fútbol europeo, explica que “en Europa el hooliganismo se extiende en
los años 70 y 80 como una explosión social ante las desigualdades, pero
en Yugoslavia adquiere un cariz político, nacionalista”. Cada estadio,
cada jornada de liga, explicaba una realidad social. Cada altercado,
representaba un problema político. La Yugoslavia de los 80 se puede
entender a través de su fútbol. Los estadios reflejaron en esa década lo
que después se trasladó a la dimensión del campo de batalla en la
siguiente.
La
Prva Liga —primera división yugoslava extinta en 1991— estaba compuesta
por 18 equipos. En Bosnia destacaban las dos escuadras de la capital.
El FK Sarajevo, campeón en dos ocasiones, es el equipo de los bosnios
musulmanes. Sus ultras, los Horde Zla (Hordas del Mal) engrosaron las
filas de las milicias bosnias durante la guerra. Son la máxima
representación del independentismo bosnio musulmán y así lo demostraron
en las gradas durante los 80, enfrentándose a los hinchas cristianos de
Serbia y Croacia. El otro equipo de la capital es el FK Željezničar,
equipo de la clase trabajadora y de los pocos que nació sin una base
étnica, conocido como el equipo de todos. La otra realidad de Bosnia en
aquella década estaba contenida en el Zrinjski Mostar, el equipo de los
bosniocroatas, y en el Borac Banka Luka, la escuadra de los
serbobosnios. Sus enfrentamientos incendiaban estadios y avisaban de la
inestabilidad interna del país. Hoy, todos ellos siguen compitiendo en
la liga bosnia.
En
Croacia dos equipos representaban el ansia independentista de la
república: el Hajduk Split y el Dinamo de Zagreb. Los hinchas del
primero protagonizaron algunos de los capítulos de violencia más
vergonzantes de la historia del fútbol. Sus ultras, la Torcida Split,
pasan por ser el grupo organizado de hooligans más antiguo de Europa,
fundado en 1950. El lema de sus aficionados es, “si viviera dos veces,
las dos te las dedicaría”. Muchos de los miembros de la Torcida se
unieron al ejército croata en la guerra de independencia. Hoy, en la
entrada de su estadio, hay un mural que recuerda a los hinchas que
dieron su vida en la guerra. Grada y trinchera de la mano. El Dinamo,
por su parte, es, según Jonathan Wilson, “el núcleo del nacionalismo
croata”. Hasta el punto de que el último presidente que tuvieron
disputando la liga yugoslava fue el propio Franjo Tudjman, posterior
presidente de Croacia y quien llegó a cambiar el nombre del equipo por
Croacia Zagreb, enseguida reconvertido en el original Dinamo. Sus
aficionados más radicales, los Bad Blue Boys —que ya aguardan en el
fondo norte del Maksimir Stadium— fueron la punta de lanza del
sentimiento emancipador croata, enfrentándose a los equipos serbios bajo
el amparo de las banderas croatas cuando éstas todavía estaban
prohibidas en los estadios. De la grada pasaron a la trinchera, y muchos
de ellos formaron parte durante la guerra del ejército de su país.
Los
equipos y sus seguidores dibujaban a la perfección el paisaje social de
Yugoslavia. Pero el gobierno parecía negarse a verlo. Milorad Anjelic,
presidente del parlamento de Belgrado, explicaba en 1990, sólo un año
antes de la guerra: “Existen conflictos, pero no son serios. No nos
cuestionamos la existencia de Yugoslavia. Tenemos cambios políticos y
puntos de vista diferentes, pero la gente quiere una Yugoslavia unida”.
No lo veía así el diputado croata Mladen Vedris, quien
replicaba en una entrevista para la televisión yugoslava: “El fútbol es
una forma de expresarse. Durante años hemos estado en condición de
inferioridad, ha llegado el momento de la igualdad, sí, pero si no
llega, ha llegado el momento de la independencia. Y si no nos la
conceden, estamos ante el final de Yugoslavia”. Entre medias, Spiro Vukovic,
presidente de la asociación de fútbol de Yugoslavia, trataba de poner
cordura: “Confío en que el deporte haga suceder cosas positivas, los
estadios no pueden ser fórums políticos, los espectáculos deportivos son
para relajarse y divertirse. Esto significa que el fútbol tiene que ser
algo secundario en la vida y lo primero tienen que ser la ley y el
orden. Ésta es nuestra principal preocupación en los partidos”.
Demasiado tarde. Hacía años que la guerra de los Balcanes había
estallado en las gradas.
Días antes de la batalla entre los Delije y los Bad Blue Boys en Zagreb, el programa británico Express News Magazine
viajaba a Yugoslavia para hacer un reportaje de cómo el fútbol estaba
canalizando las tensiones políticas. Entrevistaron a varios hinchas
anónimos y sus declaraciones mostraban que todo aquello había dejado de
ser (sólo) fútbol. “Soy fan del Estrella Roja, pero también soy serbio,
así que lucharé por el Reino de Serbia”, decía un joven, cazadora
vaquera y media melena rubia. “Durante años las luchas fueron por el
honor del Dinamo. Desde hace tiempo son por Croacia. Lucharemos contra
cualquier equipo serbio”, explicaba otro treintañero de Zagreb en el
programa. El reportero habla con un miembro de los Bad Blue Boys del
Dinamo. “No puedo expresar con palabras lo que me hacen sentir los
equipos serbios. En Inglaterra hay equipos que se odian y ultras
rivales. Eso nos pasa con Torcida. Pero lo que ocurre con los serbios,
eso, no creo que se pueda poner un ejemplo igual”.
Las voces no sólo eran anónimas. El capitán del Dinamo, Zvonimir Boban,
también atendía al periodista británico: “El futuro del fútbol parece
muy crudo aquí, si las cosas van a peor, habrá una separación, una
fractura”. Faltaban sólo unos días para el partido de Maksimir y pocos
meses para el inicio de la guerra. El fútbol podía hablar más alto, pero
no más claro.
Los Tigres de Arkan
En
la grada inferior del fondo sur los Delije rugen. El cemento de las
gradas parece retumbar. Las explosiones de potentes petardos se suceden.
Han venido al completo y ya están donde querían. En la grada superior
hay algunos aficionados croatas. Sobre las pistas de atletismo,
policías, coches de bomberos y ambulancias, preparadas por si fuera
necesario. Luce el sol en Zagreb, a veces oculto por el humo de las
bengalas y los botes. Queda casi una hora para el partido.
Los
dos principales equipos de Serbia son el FK Partizan y el Estrella
Roja, ambos de Belgrado y ambos enemigos futbolísticos irreconciliables.
Se odian. Desde 1947 disputan el ‘derbi eterno’, uno de los partidos
más ruidosos e intensos de Europa. Los dos equipos dominaron la liga
yugoslava hasta su disolución: el Estrella Roja logró 19 campeonatos y
el Partizan, once. Estos últimos nacieron como el club del Ministerio
del Interior y mientras Yugoslavia se mantuvo unida fue el equipo de
Belgrado más ‘yugoslavista’, sin hacer tanto hincapié en el nacionalismo
serbio. Sus ultras son los Grobari (enterradores), apodo que les
pusieron sus rivales del Estrella, pero que adoptaron de buen grado. Tal
es la fiereza de los Grobari que de los 36 partidos que el equipo ha
jugado en competiciones europeas, 25 han supuesto sanciones para el club
por culpa de la violencia de sus aficionados.
El
Estrella Roja, por su parte, considerado el equipo con más seguidores
del país, representó siempre el nacionalismo serbio más radical. Nacido
del ejército yugoslavo, sus ultras —los Delije, los mismos que llegaron
en tren a la estación de Zagreb— terminaron por ser un brazo armado del
Estado. A medida que Yugoslavia caminaba hacia su desintegración,
Grobari y Delije radicalizaron sus posturas políticas hasta fundirse en
una sola ideología: sus gradas contuvieron (y contienen) el nacionalismo
serbio radical, escorado hacia la extrema derecha como respuesta al
comunismo que les unió a croatas y bosnios bajo una misma bandera. Su
idea es clara: Yugoslavia es Serbia, la Gran Serbia, y el resto de
pueblos que compongan han de asumir su deuda, su —al fin y al cabo—
inferioridad.
Ultras
bosnios, croatas y también del Partizan dejaron la grada por la
trinchera cuando comenzó la guerra. Mostraron que el fútbol estaba
dibujando un campo de batalla que ellos mismos ocuparon cuando
eclosionó. Pasaron de la grada a la trinchera con literalidad. El
proceso demostró hasta qué punto el balón y el fusil fueron de la mano,
hasta qué punto las banderas se descolgaron de las vallas de las curvas y
se volvieron a colgar en las alambradas militares. Hasta algunos
cánticos pasaron del estadio al frente. Las unidades militares y
paramilitares comenzaron a surtirse de jóvenes yugoslavos hijos de la
depresión, violentos y fanatizados que pasaron de patrullar las calles y
los estadios a hacerlo en el campo de batalla. Invita a reflexionar qué
clase de enfrentamientos protagonizaban estos hinchas. Y qué clase de
odio se tenían y se tienen. Este proceso, este mimetismo entre fútbol y
realidad social, alcanzó su máxima cota, su absoluta fusión, con los
Delije. Por historia y tradición ellos albergaron la radicalidad
nacionalista más severa, la violencia más extrema contra croatas y
bosnios. Su caso es el ejemplo definitivo.
Los Delije fueron, durante los 80, el grupo ultra más numeroso, contundente y temido. Su líder era Zelijko Raznatovic, conocido como Arkan.
Arkan organizaba los desplazamientos, coordinaba al grupo y su poder
era tal, que llegó a ser contratado por el propio club como coordinador
de seguridad. Con este panorama los Delije se hicieron con el control
del equipo a finales de la década. Enseguida hasta eso se les quedó
pequeño. Ante el funcionamiento cuasi militar del grupo ultra y su
proclamada ideología, el presidente yugoslavo Slobodan Milosevic desvió
su mirada hacia ellos cuando las tensiones en el país eran ya evidentes.
La guerra entre ultras estaba a punto de dar su salto definitivo, de
completar su metamorfosis. Milosevic ordenó a Jovica Stanisic,
jefe del Servicio de Seguridad Estatal, que hablase con Arkan para que
organizase a sus muchachos. Debían reenfocar su violencia y
organización. A diferencia de los ultras croatas o del Partizan que se
enrolaron voluntariamente en fuerzas militares y hoy estatuas y placas
en los estadios tributan su entrega, los Delije alumbraron en su propio
seno al grupo paramilitar. No hubo siquiera un paso de un sitio a otro.
Hubo una conversión. El 11 de octubre de 1990 veinte ultras del Estrella
Roja, comandados por Arkan y respaldados por el gobierno yugoslavo de
Belgrado, crearon la Srpska Dobrovoljacka Gard (SDG), Guardia Serbia
Voluntaria. Pronto serían muy conocidos, aunque con otro nombre: los
Tigres de Arkan.
El
ritmo de enrolamiento de Arkan fue monstruoso. En pocos meses, 10.000
simpatizantes de los Delije formaban parte de su guardia paramilitar. Un
documental sobre ultras del canal Discovery Channel contiene una
entrevista con un miembro de los Delije de aquella época, Petar Ilich:
“En los 90 Arkan era nuestro líder, los chicos le adoraban”, explica.
“Algunos se ofrecieron a ir a la guerra con él. Ellos pensaban que
hacían lo correcto para Serbia. Por eso iban a luchar”.
En
1992 alcanzaron su plenitud y dejaron claro su origen: ese año, en un
partido en casa del Estrella Roja, la ruidosa grada cesó repentinamente
sus cánticos y en medio del insólito silencio, y ante la atónita mirada
del país, una veintena de uniformados mostraron pancartas anticroatas.
El fútbol completó su transformación y se convirtió, después de diez
años de avisos, en guerra. El proceso se plasmó también en el otro lado:
los Tigres, cuando marchaban por el campo de batalla fusil en mano,
entonaban el Sbrija do Tokrija, cántico creado por los ultras del equipo tras vencer la copa Intercontinental en Tokio en 1991. La frase de George Orwell, “el fútbol es como la guerra, pero sin disparos” perdió todo su sentido.
Arkan
llevaría durante la guerra a sus ultras-soldados a cometer las peores
tropelías que recuerda el sangriento conflicto yugoslavo. El jefe de los
ultras del Estrella, que también aguarda en el estadio de Maksimir a
que comience el partido, acabaría siendo juzgado por crímenes contra la
humanidad. Del asiento de la curva al del tribunal, un inaudito salto.
Arkan dirigió la masacre de Bijelijna, población bosnia fronteriza con
Serbia donde asesinó a un centenar de civiles y expulsó a la población
no serbia. También coordinó el ataque de Zvornik, donde la población
bosnia musulmana fue masacrada. Arkan fue detenido en 1999 y acusado de
crímenes de guerra. El juicio nunca concluyó. El 15 de enero de 2000, en
el vestíbulo del Hotel Intercontinental de Belgrado, Dobrosav Gavric,
un joven policía serbio corrupto, se acercó a Arkan mientras éste
charlaba con unos amigos y le disparó tres balas por la espalda. Aunque
llegó vivo al hospital, murió a las pocas horas. Veinte mil personas
asistieron a su entierro en Belgrado. La muerte de Arkan no terminó con
los Tigres, que volvieron a actuar en Kosovo y formaron un grupo mafioso
todavía activo, con presencia en España.
Antes
de toda esta increíble evolución, Arkan —todavía únicamente líder
ultra— mira de reojo al campo, donde aguarda la policía, y comienza a
planear el ataque de sus ultras. La guerra está a punto de estallar en
Zagreb, aunque en las televisiones europeas hablarán posteriormente de
incidentes en un partido de fútbol.
La patada que destruyó un país
“La
pasada noche estuvimos golpeando chicas serbias. Fue un verdadero
placer”. Una joven croata —miembro de los Bad Blue Boys del Dinamo de
Zagreb— alardea ante un periodista de un programa de la televisión
yugoslava. Este reportero entrevistó a miembros de los dos grupos ultras
justo antes del encuentro y el resultado es un documento revelador y de
enorme valor. Recoge los testimonios de los hinchas que, minutos
después, protagonizarán la pelea brutal que tuvo lugar ese día en el
Maksimir Stadium de Zagreb. La batalla que, para muchos, desencadenó la
guerra de Yugoslavia.
“Odiamos
a Tudjman y hemos venido aquí a dejarles claro a los croatas que nunca
tendrán un estado propio”, dice un cabecilla de los Delije a pie de
campo. Detrás, los 3.000 ultras serbios cantan Od topole, do topole,
himno de los Chetniks, una organización guerrillera nacionalista y
monárquica serbia del siglo XIX y que se convirtió en el cántico
anticroata por excelencia. “¿Es necesario que canten eso?”, pregunta el
periodista. “Deben cantar eso”, responde el jefe ultra.
Maniac
es el apodo del ultra croata que habla con el reportero. “¿Hay
influencias políticas en vuestro grupo?”. “Por supuesto. Muy grandes.
Todos hemos votado a la Unión Croata”, dice. Sima,
ultra serbio, no se queda atrás en su entrevista: “Estoy aquí para
defender el nacionalismo, los Chetniks y a los líderes serbios”. Maniac
abre una luz a la esperanza: “Deberíamos luchas juntos contra hoolingans
ingleses, pero…”. Los Delije la cierran: “Si vinieran hooligans
ingleses lucharíamos contra ellos y contra los croatas. Los croatas
deberían apreciar el honor de que les hayamos aceptado en Yugoslavia.
Ahora quieren independizarse, no les perdonaremos ni lo olvidaremos
nunca”, dice Sima. “¿Cómo crees que será el partido?”, le preguntan.
“Sangriento”.
Cuando
faltan diez minutos para el pitido inicial, comienza el horror. Algunos
ultras serbios acceden a la parte superior de su grada. Enseguida son
cientos y cuando los jugadores saltan al campo, en el segundo anillo del
fondo sur del Maksimir se representa ya una multitudinaria pelea.
Carreras, asientos volando, rezagados que reciben palizas, golpes,
patadas… La policía observa desde el campo. Muchos Deije acuchillan a
cuanto croata se topan. En el fondo contrario, los Bad Blue Boys
estallan en cólera contra la policía, a la que acusan de absoluta
pasividad. Los jugadores del Estrella Roja se retiran apresuradamente a
los vestuarios pero los del Dinamo de Zagreb se quedan. Y observan la
batalla. Uno de ellos es Zvonimir Boban que se acerca al cordón policial
y llama la atención de los agentes. Se muestra indignado y le señala la
grada, con incredulidad, a uno de los agentes. Un compañero se lo
lleva, pero la imagen del jugador, con el balón en la mano observando la
estremecedora pelea en la grada, pasará a la historia. No será la única
ese día.
El
control de la situación se pierde definitivamente cuando los ultras
croatas logran saltar al campo. Entonces sí, la policía reacciona y
cargan para evitar que lleguen hasta el fondo serbio. Se produce una
batalla entre agentes y ultras, mientras los Delije siguen arrasando con
todo. Aparecen los gases lacrimógenos y los manguerazos de agua a
presión de los bomberos. Los ultras entran en efervescencia, destrozan
todo lo que encuentran a su paso. Llueven las piedras. Hay varios focos
de fuego. De fondo, como una macabra broma, la megafonía sigue
vociferando los anuncios típicos de antes de un partido. El caos es
absoluto. Es la guerra entre Croacia y Serbia.
El fotógrafo Toma Mihajlovich
estaba allí en ese momento: “Nadie se sorprendió de lo que sucedió,
porque esperábamos que pasara en algún momento. Para mí fue un día
triste, fue un día horrible. Sentía como si estuviera perdiendo algo,
sentía que algo llegaba a su fin”.
La
pelea se extiende más allá de la hora. La policía se emplea a fondo
para devolver a los ultras a sus gradas. Uno de los agentes persigue a
un aficionado croata, que resbala y cae al suelo. En ese momento se
abalanza sobre él y le golpea con una porra repetidas veces. Boban lo ve
y, en un gesto inédito, arranca hacia el policía. Cuando llega a su
altura salta y le pega una patada. El agente apenas reacciona,
asombrado, y al instante un grupo de ultras croatas arropan al jugador y
se lo llevan. Aquella patada, aquella imagen de un futbolista —diez a
la espalda y botas de tacos— golpeando a un policía uniformado, quedó
grabada en la memoria de los yugoslavos, fue como la campana de un round
de boxeo que dio inicio a la desintegración de un país. La patada de
Boban, dicen en Yugoslavia, fue el inicio de la guerra.
A
partir de ese momento la policía comienza a recuperar el control. El
saldo, tras 70 minutos de batalla, será de cien heridos. “Fue un partido
importante en la historia de Yugoslavia. Ese partido avisó a la
población, incluso a aquella a la que le daba igual el fútbol, de la
guerra que llegaba”, aseguraría después el sociólogo Neven Andjelic.
Boban se convertiría desde ese momento en símbolo vivo del nacionalismo croata. “Ahí
estaba yo, una cara pública preparada para arriesgar mi vida, mi
carrera, todo lo que la fama puede comprar, todo por un ideal, por una
causa: la causa croata“.
Su frase, posterior a la agresión, es casi un lema en Zagreb. Años
después se descubriría que el policía agredido era musulmán de origen
bosnio. Y que perdonaría a Boban.
“A los hinchas que comenzaron la guerra”
En
la entrada del fondo norte del Maksimir Stadium de Zagreb hay un
relieve de bronce en el que se reproduce aquella pelea. Las figuras van
metamorfoseando de aficionados a soldados en una metáfora perfecta de lo
que aquel incidente representó, de lo que el fútbol llegó a ser en un
país. De cómo los estadios fueron frentes de batalla. De cómo las
gradas, trincheras. Bajo el mural hay una frase: “Para los seguidores
del equipo, que comenzaron la guerra con Serbia en este estadio el 13 de
mayo de 1990”.
Extraido de: Jot Down
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