lunes, 28 de junio de 2010

La culpa es de Margaret Thatcher

Enric Gonzalez para "El País", 28/6/2010-.Si un acreditado cerrajero italiano como Fabio Capello sólo puede sacar al campo una defensa tan penosa como la vista ante Alemania, algo grave ocurre en el fútbol inglés. Ya son muchas derrotas desde 1966. Ya son demasiados seleccionadores fracasados, demasiadas generaciones de futbolistas que no han logrado nada con su selección. Debe haber alguna razón para un desastre tan duradero.
Aventuro desde aquí una culpable: Margaret Thatcher.
El fútbol inglés solía ser un asunto muy obrero. Y, como tal, estaba lleno de orgullo, jerarquías y tradiciones. La gran mayoría de los jugadores procedían de familias trabajadoras, porque en los internados privados (obviamente llamados “public schools”) que formaban a la clase dirigente se jugaba a otras cosas. El gran Bobby Charlton, por ejemplo, era hijo y nieto de mineros. Quien no llevaba el obrerismo en los genes, lo aprendía en el vestuario: Michael Robinson suele recordar que cuando llegó al primer equipo del Liverpool, su primera misión consistió en limpiar las botas de los veteranos.
 La técnica nunca sobró. Salvo excepciones (Ramsey, Charlton, Moore y pocos más), el futbolista inglés era un tipo brioso y disciplinado, capaz de compensar sus carencias en los pies corriendo más que los rivales, cabeceando como si su vida dependiera de ello y sacrificándose por el equipo. Al final, por supuesto, la selección inglesa estaba destinada a perder. Aunque los ingleses inventaron el fútbol, enseguida hubo otros que lo jugaron mejor. Pero el fútbol inglés, de equipos o de selección, constituía un espectáculo eléctrico. No había pausas ni trucos. Aunque a veces degenerara en correcalles, no aburría. Ni abochornaba.
 Thatcher, decíamos. Margaret Thatcher se impuso como objetivo destruir la cultura obrera que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, aupada por la solidaridad necesaria en los años grises de racionamiento, reconstrucción y colapso del imperio, había empezado a sustituir la vieja cultura imperial. Los sindicatos eran fuertes y la moneda, débil; los subsidios y el proteccionismo habían creado una sociedad menos injusta y desigual, pero lastraban el capitalismo y la competitividad de los productos ingleses.
Thatcher destruyó todo eso. También destruyó la cohesión social, basada en un sistema jerárquico aceptado por la gran mayoría y en una clase obrera orgullosa de serlo. El dinero asumió, aún más que en el resto de Occidente, la condición de tótem supremo y referencia única. La sociedad inglesa se convirtió en una de las más desestructuradas de Europa.
Pongamos el caso del central John Terry. Y sólo es un caso. El 11 de septiembre de 2001 causó un escándalo internacional al burlarse, completamente borracho, de unas turistas estadounidenses que lloraban por los atentados. En 2002 fue procesado por una reyerta. En 2008 fue multado por aparcar su coche deportivo en una plaza de minusválidos. A principios de este año intentó conseguir que un juez prohibiera publicar que se había acostado con la mujer de su compañero Wayne Bridge. 
Debe ser algo familiar, porque el año pasado su madre y su suegra fueron multadas por robar en unos grandes almacenes, y su padre fue pillado intentando vender cocaína. No hablamos, conviene precisarlo, de una familia pobre: Terry acudió a una escuela normal y desde muy pequeño dispuso de todas las facilidades para jugar al fútbol.
Yo creo que a los futbolistas ingleses, aún más que al resto de los futbolistas, les convendría un poco de la vieja disciplina obrera. La que encarnaba Bill Shankly, el mítico entrenador del Liverpool. Un día, el central Tommy Smith acudió al entrenamiento con una rodilla vendada. "Quítate esa venda maricona de la rodilla", le ordenó Shankly. "Es que me duele la rodilla", dijo Smith, uno de los defensas más duros de Inglaterra. Shankly zanjó el asunto: "¿Tu rodilla? ¡Esa rodilla es del Liverpool!".
Pues eso.

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